El Despido de Miguel Matamoros: Capitulo 2, Segunda Oportunidad

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Esa noche, con el club nocturno lleno, Miguel Matamoros trataba de mantener sus emociones bajo control en anticipación a lo que podría ser la noche más crucial de su corta carrera.

Aun así, Miguel se mantuvo tranquilo y sereno, como siempre lo hace cuando está a punto de tocar. Sintió por dentro esa cosquillita que causa el rápido incremento en la adrenalina, y que provoca en la mayoría de las personas, que se pongan nerviosas cuando se presentan en público. Pero por alguna razón extraña, en Miguel tiene el efecto contrario; como dándole la calma antes de la tormenta.

Matamoros se acercó a sus amigos y colegas Rafael y Siro justo antes de subir a la tarima.

«Rafa, Siro; no sé si el Sr. Terry vendrá o no esta noche. Pero olvidémonos de él. El club está lleno, así que estas personas serán nuestra audición y se merecen pasar un buen rato». Luego agregó: «Los otros muchachos aparecerán por ahí como en media hora. Para cuando subamos con el septeto ya tendremos a la gente encendida. Vamos muchachos», dijo apresuradamente, mientras subía a la pequeña tarima.

El público recibió al Trio Oriental con un respetuoso aplauso de cortesía. La mayoría ya habían comprado su primer trago y se habían acomodado en sus mesas. Miguel les dio las gracias y miró a la multitud congregada mientras le daba las afinaciones finales a su guitarra. Se dio cuenta que el señor Terry no estaba en el club. Entonces decidió romper el hielo con «Mujer Celosa», un suave son que había compuesto en su estilo característico; con versos y melodías similares a los de la trova.

Mientras tocaban «Mujer Celosa», Miguel notó la llegada del grupo del Sr. Terry. Su llegada fue evidente ya que él y sus dos acompañantes caminaron cuidadosamente por entre las mesas desde la parte posterior del salón hasta una mesa al frente de la pista de baile. En la mesa se unieron a otro señor, al parecer uno de los socios del Sr. Terry, que debió haber llegado bien temprano para reservar la mesa con vista directamente al centro de la tarima al cruzar la pista. Al verlos, Miguel se sintió más confiado en poder ganarse ese contrato de grabación que tanto anhelaba.

Con la gente entrando en calor, Miguel prosiguió con su plan de tocar algunos de sus «boleros» favoritos con el trío. Con Rafael y Siro interpretaron «Juramento», seguida de «Promesa»; canciones que formaban parte de su repertorio regular y que destacaban la armonía de las voces de Siro y Miguel. Además, no las habían tocado en la audición de esa tarde en el hotel, por lo que el Sr. Terry las estaría escuchando por primera vez.

Después de las tres canciones, Miguel hizo un paréntesis para dirigirse a la audiencia. Saludó a la concurrencia y señaló que escribió el siguiente bolero, «Santiaguera», pensando en las bellas mujeres de la ciudad. La concurrencia, especialmente los hombres, que apenas superaban en número a las mujeres, lo recompensó con otro aplauso.

Después de “Santiaguera”, Miguel sintió que el público estaba listo para algo más rápido. El son era el baile preferido en Santiago, y él tenía planeado tocar muchos con su septeto en el siguiente set. De tal manera, escogió para su próxima canción un bolero-son que había escrito recientemente llamado «El Consejo». La canción comienza como un bolero y luego hacia el final se transforma en un suave son. La canción era perfecta para subirle el pulso a los bailarines antes de que el septeto subiera a la tarima después del descanso.

Cuando terminaron la canción, Miguel estaba a punto de anunciar que se tomarían un breve descanso, cuando notó que muchas de las parejas se quedaron paradas en la pista de baile. Los bailarines no querían perder sus lugares en la pequeña pista de baile para poder tener un lugar donde bailar la siguiente canción. Miguel, siempre rápido en leer a la audiencia, improviso un cambió los planes y anunció que tocarían una canción más antes de tomar un breve descanso. De esta forma preparaba a la multitud para el descanso que venía mientras les daba otra canción para bailar antes de traer al Septeto Oriental en el siguiente set.

Miguel Matamoros se abrio paso en la música con su Trio Oriental.

El Trío Oriental terminó el set con «Olvido», un bolero que se había convertido en uno de los favoritos de los Santiagueros. Gustaba tanto que casi siempre recibían un gran aplauso cada vez que lo tocaban. De esta forma, Miguel estaba apostando a matar dos pájaros de un tiro, ya que la canción complacería a la multitud y, con suerte, impresionaría al Sr. Terry.

No había terminado la pequeña ovación después de “Olvido” cuando el Trío Matamoros salió del escenario para un breve descanso. Miguel, Rafa y Siro eran todo sonrisas, sintiéndose como los esgrimistas cubanos bajando del podio después de ganar la medalla de oro en las olimpiadas de San Luis de 1904.

Desde el pequeño rincón entre el escenario y el final del bar donde normalmente se reunían los músicos, Matamoros vigilaba la mesa del Sr. Terry. La reacción de la multitud a las canciones, particularmente a «Olvido», tenía al Sr. Terry hablando amenamente con sus socios.

«Apuesto a que al Sr. Terry le gustó esto mucho más que nuestra audición esta tarde en el hotel» dijo Siro, mirando a Miguel que no apartaba sus ojos de la mesa del Sr. Terry.

«… y cuando nos escuche tocar son con el septeto, nos va a pagar los tragos». añadió Rafael.
Miguel se dio vuelta para ver a sus amigos, «… y hablando de bebidas, terminemos esto y volvamos a la tarima», agregó sonriente. «No queremos hacer esperar al Sr. Terry y dejar que la multitud se enfríe».

Los tres tomaron el último sorbo de sus tragos, dejaron sus vasos en el bar, y se dirigieron a la tarima. Allí los estaban esperando sus otros compañeros músicos. Para completar el Septeto Oriental, Matamoros agregó a Manuel Bogella (tres), Agerico Santiago (clarinete y trompeta), Francisco Portela (bajo) y Manuel Poveda (timbales). Después de unos pocos acordes rápidos para poner a los siete en la misma página, Miguel comenzó el set con un son que era el favorito de los locales.

Tan pronto como empezaron a tocar las primeras notas de «Son de la Loma», varias parejas se levantaron inmediatamente a bailar. La pequeña pista de baile se llenó casi al instante. La pista, ubicada entre la tarima y la primera fila de mesas, apenas medía 6 x 8 pies. No se necesitaban tantas parejas para llenarla. Por eso otras parejas bailaban en los pasillos laterales o en cualquier espacio disponible alrededor del bar. Los que no bailaban cantaban desde sus mesas o desde el bar.

Los «santiagueros» aman su «son«. Lo bailan con elegancia, con sus cuerpos tan cerca uno del otro y moviéndose con tal sincronía, que daban la ilusión de una persona bailando con su propia sombra. Con la pista de baile abarrotada de parejas, la escena parecía a un jardín de tulipanes mecidos por el viento.

Los locales habían desarrollado un gusto por la música de Matamoros. Les gustaba el estilo rítmicamente diferente de su «son», con matices de «trova» tanto en la música como en las letras. Pero lo que hacía que las canciones de Miguel fueran particularmente pegajosas era la facilidad con las que uno podía relacionarse con ellas. En vez de escribir canciones desde un punto de vista en tercera persona, describiendo una escena como lo hace un narrador, las escribe desde un punto de vista en primera persona, donde cuenta la historia tal como la siente.

“Mamá yo quiero saber, de donde son los cantantes,
…que los veo tan galantes, y los quiero conocer,
…con sus trovas fascinantes que me las quiero aprender.”

Con la pista constantemente llena, el señor Terry apenas podía ver al septeto tocar desde su mesa frente a la pista, pero disfrutaba de la atmósfera festiva en el club. Se quedó un par de canciones más antes de que el pálido y corpulento cuerpo Nuevayorkino se pusiera su sombrero y saliera del club casi imperceptiblemente entre la algarabía.

Cuando el Septeto Oriental terminó el set, la pista de baile se vació y Miguel pudo ver nuevamente la mesa del Sr. Terry. Se sorprendió al ver a otras personas sentadas en donde el Sr. Terry y su grupo habían estado. Aún de pie en la pequeña tarima, buscaba con su mirada en aquel club semi-oscuro y empañado con el humo de cigarrillos, al Sr. Terry y su grupo, pero no los encontró.

Mientras bajaba lentamente de la tarima hacia su pequeño rincón cerca del bar, Matamoros no sabía qué pensar de la sorpresiva salida del Sr. Terry. Hacía apenas un momento, Miguel había sentido la emocionante sensación de electrificar al público con su música. Soñaba con poder dejar su trabajo de día y ganarse la vida solamente haciendo esto, tal como lo hacían los muchachos de Sexteto Habanero. Pero sabía muy bien que el próximo paso para lograr su sueño era grabar un disco.

Ahora, como si alguien hubiera pinchado su globo y dejado salir todo el aire, se sintió decepcionado. Todo el trabajo y la preparación que habían realizado estos últimos tres años se habían desvanecido de repente en un segundo. La decepción que sentía Miguel por no haber obtenido el contrato de grabación se magnificó debido a que el Sr. Terry no tuvo la cortesía de decírselo directamente. Fue como echarle sal a la herida.

Por unos segundos, Miguel se sintió solo en el club. Sus compañeros trataban de animarlo, pero él no respondía. Miraba fijamente la puerta, y se preguntaba si su sueño había desaparecido con el Sr. Terry.

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